julio 13, 2009

A los dieciséis. Parte I

Ahora que estamos aquí solas, es el momento de contarte un secreto. Es algo que tiene que ver con la piel despintada de las barcas quietas, volcadas en invierno, con el temblor de las algas, es algo que sólo puedo contarte ahora cuando aún no ha amanecido y todavía duermes. No me negarás que esta situación, o como quieras llamarlo, tiene algo de fuera de tiempo, de espera o de pretexto, no importa, ¿tienes un cigarro?, ¿tú también? Ella fumaba a menudo, demasiado a menudo. No como esos señores que fuman en las paradas de metro y al mismo tiempo mueven una pierna o arrugan el entrecejo. A ella le gustaba que el humo saliera por su propia inercia, sin tener que soplar mecánicamente pero era tal su ansiedad que lo expulsaba rápidamente para dibujar en el aire un muro de nada a su alrededor.

También en esta historia es más importante lo que la voz calla. Su pasado ocurre a la vez que el resto del cuento, lo conforma tal y como sucede, trasluce tras los silencios. Tal vez haya que pensar de qué modo somos tiempo solamente después de que se apaguen los focos, cuando el actor camino solo de vuelta a casa. A quien se recuerda entre dos versos es mejor no mencionarlo en alto, por si se desdibuja o escapa.

Tristeza. Tristeza es no despertar diez minutos antes para mirar por la ventana la luz de otra mañana repetida, el pájaro que duerme en la persiana de enfrente. Incluir la posibilidad de que tengan razón, todavía remota y esbozada apenas, siquiera una chispa de razón en esta hoguera, ahí está sin embargo, ahí quema; repetir el asco ensayado con que apagas la colilla y saber de alguna forma que es cierto, se hace tarde, es eso lo que nos hace tener miedo o quedarnos quietos, mirar hacia abajo, estar lejos, dormir mal...

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Tengo que releerte.

prófuga dijo...

Espero con ansia "A los dieciséis. El retorno" (y no es por adular...)

Mármara dijo...

Se me ha hecho tardísimo y quiero leerte con calma, así que será mañana.